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Calor de invierno, sobre “Este amor tan grande” de Andrea Servera y Marie Gouiric

Actualizado: 24 sept

-Por Evelin Bottani

Dirección general: Andrea Servera. Poemas, creación y lectura: Marie Gouiric. Bailan y cantan: Eve Santillán, Camila Bianchi, Josefina Moreira de Castris, Selene Irrazabal. Escenografía: Marianela Fasce. Diseño de luces: Fernando Berreta. Vestuario: Francisca Schachtel. Música: Santiago Toranzo. Producción: Yamila Bortnik. Función Viernes 1 de agosto en Fundación Cazadores.

La sala tenue y cálida nos recibió con algunos colchones tirados en el suelo. Como una fogata de invierno, un proyector de diapositivas nos mostraba fotografías de una historia de vida desconocida. Las butacas dispuestas en forma de “L”, rodeando la escena principal, permitían que nuestras vistas abrazaran la imagen construida que nos esperaba para comenzar la obra.

El silencio se volvió un umbral. Sobre los colchones, cinco cuerpos descansaban como si aún estuvieran soñando. En el centro, una voz distinta a las demás —no hecha de movimiento, sino de palabras— comenzó a abrir grietas en la quietud. Marie Gouiric, con un libro en las manos y el pulso de quien conoce la cadencia del reposo, leía sus poemas, como si alguien estuviera contando un cuento para arrullarnos.

Este amor tan grande comenzó con pausas y silencios, transmitiendo un clima de calma. El ritmo era denso, casi hipnótico; las respiraciones se volvían visibles y los cuerpos se desplegaban sin prisa. El tiempo parecía dilatarse.

Entonces, una de las intérpretes tomó un micrófono. Su postura, el aire que inhaló antes de emitir sonido, anunciaba el inicio de una canción. Pero antes de que la voz naciera, desde la cabina técnica se asomó Andrea Servera, la directora, con una frase inesperada: “Tenemos un problema técnico, aguarden unos segunditos”. La escena se desarmó, y las bailarinas, en un acto casi cómplice, abandonaron la disposición que habían construido. 

No fue una catástrofe —el problema se resolvió casi al instante— pero esa fisura invisible recorrió la escena. Un instante antes, todo estaba suspendido en una armonía tibia, pero las intérpretes, que parecían tejer una red invisible con sus cuerpos, soltaron de golpe los hilos. El espacio se volvió un lugar incierto.

Sentí el cuerpo incómodo, un poco tenso, como si hubiese despertado antes de tiempo de un sueño agradable. Mi atención, que flotaba sin esfuerzo, ahora buscaba un modo de regresar. Y en ese regreso, advertí algo: el quiebre técnico dejó marcas que se sintieron más en el aire que en el plano real de la obra.

Este amor tan grande

Las intérpretes siguieron adelante con la función, pero algo en la actitud se había modificado. Como en los vínculos humanos, encarnar un relato en escena exige compromiso y presencia. Esa fisura mostró una vulnerabilidad distinta: no la del accidente técnico ni la del nervio escénico, sino la de una desilusión, una pequeña ruptura emocional. La red invisible que sostenían se aflojó, y esa inestabilidad se filtró en sus cuerpos. No era torpeza, sino disponibilidad emocional tambaleante, como si hubieran quedado expuestas a otra capa de fragilidad. Una fragilidad que, paradójicamente, volvía la obra más humana.

La poeta trasladaba las escenas de una esquina a la otra, y las bailarinas daban cuerpo a sus relatos. Los textos de Marie Gouiric eran pequeñas postales de la vida cotidiana: un gesto en una cocina, una tarde quieta, el roce de una mano. A espaldas de las intérpretes, las fotografías se desplazaban lentamente, como si alguien abriera un álbum familiar y pasara las hojas sin apuro.

Parecía que esas imágenes eran suyas, fragmentos de una memoria privada, y sin embargo podían ser de cualquiera. Entre esos poemas hubo uno que me detuvo: un texto hecho solo de preguntas. ¿Es eso lo que buscaba la obra? ¿Un interrogante sobre quién es Marie? ¿O un cuestionario más íntimo, sobre quiénes somos nosotros y qué recuerdos nos marcan a fuego?

La música se desplegó en dos vertientes. Por un lado, instrumentales de fondo que parecían rotos, diluidos, con esa textura quebradiza de un recuerdo antiguo. Sonaban como las diapositivas y las luces que se proyectan en la sala: destellos frágiles, evocando las chispas que escapan de una fogata. Por otro, aparecían canciones cantadas en vivo, con un aire más cercano al musical, una intervención performática que ponía no sólo los cuerpos de las intérpretes en escena, sino también sus voces.

Las intérpretes —Eve Santillán, Camila Bianchi, Josefina Moreira de Castris y Selene Irrazabal— sostenían una tonalidad corporal suave y fluida, un aire de coherencia que recorre toda la obra. Aunque todas provienen de la danza contemporánea, sus modos de habitar el escenario dejan ver matices distintos: algunas se deslizan con movimientos laxos, acuosos, casi derretidos; otras prefieren líneas más cortas, frías y rígidas. En esa convivencia, sin embargo, no hay fricción, sino un natural entrelazarse de presencias.

La dirección coreográfica privilegia un tono aéreo. Los cuerpos se proyectaban hacia arriba y recorrían el espacio como si acompañaran la ligereza de los versos. ¿Es esta la similitud entre el cuerpo y la palabra, al atravesar el aire? ¿Hay algo del soplo que permite que ambos floten y se entrelacen orgánicamente? Pensé. 

Sólo en los momentos en que se involucran con los colchones la danza desciende y se deja caer, desplomándose como si fueran niñas en una pijamada. El juego es claro: a esos textos que vuelan en el aire se suman movimientos que, por momentos, se sueltan de la cuerda y se precipitan al suelo. Y sin embargo, esa misma materialidad trae consigo un riesgo: lo que parecía potenciar la poesía, a veces la aplasta. Los colchones, con su peso, anclan el vuelo del poema; lo vuelven denso, lo frenan.

Me pregunté si esa pesadez fue una búsqueda intencional para darle densidad a la palabra o una consecuencia accidental de la puesta. Recuerdo una escena: la poeta encaramada sobre una torre de colchones contra la pared, iluminada por unas luces tenues proyectadas desde una instalación de aluminio en la esquina de la sala. El cuadro lograba intimidad, sí, pero quedaba estancado. Pensé que la palabra podría expandirse más si los cuerpos y los objetos se encontraran con ella de un modo más liviano.

Este amor tan grande

Las secuencias, sin embargo, mantienen un registro bastante clásico, con un armado de pasos reconocibles. En mi lectura, esa decisión a veces reduce la profundidad del vínculo entre palabra y cuerpo: quizás una investigación de movimiento más abierta habría revelado gestos más contenidos y cuerpos más libres de la estructura, de lo “marcado”.

Toda esta escena, pensé, es una pintura de Andrea. He visto varias de sus creaciones, y aunque cada una se sostiene en una temática distinta, hay algo en su lenguaje que se repite. Andrea Servera trae al escenario la potencia de lo visual: imágenes nítidas, texturas que se pueden casi tocar. Los colores que elige te dibujan un paisaje. Esa composición le otorga a la obra una vivacidad particular y, muchas veces, acentúa ciertos significantes que la historia busca transmitir.

Me llamó la atención, sin embargo, la elección de poner todo el peso en lo visual. Vivimos en una época donde la cultura está marcada por pantallas: el celular en la mano, los videos que aparecen uno tras otro, alguien mostrando algo, diciendo algo, y ese algo subtitulado en la pantalla. Un estímulo visual tan constante que apenas deja espacio a la pausa, a la coordinación de una reflexión.

En ese sentido, que una obra decida abrazar lo visual como núcleo, aunque declare que la palabra es su base, me resulta interesante: llevar al escenario esa lógica de estímulo permanente y hacerlo con cierta naturalidad no es tarea fácil y, sin embargo, Andrea lo hace de manera orgánica, logrando conmover en varios pasajes de la obra. 

Este amor tan grande

Esa tensión, entre lo que se dice y lo que se ve, marca el pulso de Este amor tan grande. A veces la poesía se desdibuja frente al impacto visual, otras veces la imagen encuentra nuevos sentidos al atravesar las palabras. Ese ir y venir, esa fricción, es quizás el corazón mismo de la obra.

Pienso que la apuesta se sintió moderada en su resultado, pero me invita a preguntarme qué está buscando construir con ese capricho estético que atraviesa sus obras. ¿Puede una obra hablar de ternura e inocencia en un momento social que se oscurece día a día? ¿Es suficiente ese tono suave, o puede volverse limitante frente a las sombras que también habitamos? 

La ternura fue el hilo que trenzó todas las escenas: estaba en las fotografías, en los versos de Marie, en los gestos suaves de las bailarinas. Pero junto a ella, inevitablemente, se proyectaban sombras. No las de la angustia explícita, sino las que traían los dispositivos mismos: la luz tenue, las proyecciones, el cuarto dispuesto como una chimenea cálida. Pienso que esas sombras podrían jugar un rol más activo en la dramaturgia. Cada luz convoca su opuesto, y sería hermoso que ese contraste se convirtiera también en poesía, en una trama deliberada de claroscuros. Porque la ternura, cuando reconoce sus sombras, no se debilita: se vuelve más compleja, más cercana a lo real.

Hablar de ternura hoy es un gesto de riesgo. No digo que sea erróneo, pero me inquieta que, a veces, esa mirada luminosa pueda tapar la angustia, el dolor, las emociones que no siempre son agradables. Creo que es posible hablar desde la amorosidad sin negar aquello que no es tan bello, porque somos todo: luz y oscuridad.

Me fui con una sensación doble, como si dos corrientes distintas me atravesaran al mismo tiempo. Por un lado, hablar de lo bello y lo cotidiano, en medio de tanta hostilidad, se vuelve casi un acto de resistencia: volver a lo simple, a una tarde tibia o un abrazo, es recordar que seguimos habitando el mundo. Por otro lado, pienso que esos mismos relatos ganan densidad cuando dejan espacio también a las grietas. Hoy, atravesar la felicidad es complejo, y quizás por eso mismo vale la pena mirarla sin negar las sombras que la rodean.

Valoro el trabajo de todas las artistas involucradas en este proyecto por acercarnos la intimidad femenina con la que transitamos la vida las mujeres: un territorio hecho de cuerpos, palabras, canciones y silencios, donde la ternura y la sombra se reconocen como partes de una misma historia.

Este amor tan grande

Fotografías: Evelin Bottani.


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