Modos de existir en escena: conversaciones con Melisa Zulberti
- Evelin Bottani.

- hace 3 días
- 5 Min. de lectura
Por Evelin Bottani

En los últimos años, el nombre de Melisa Zulberti empezó a ocupar un lugar singular dentro de la escena contemporánea argentina. Coreógrafa, directora y creadora de dispositivos escénicos que mezclan cine, danza, arquitectura y tecnología, Zulberti construyó un lenguaje propio: un modo de pensar la escena como una maquinaria sensible donde cada capa —el cuerpo, la imagen, la escenografía, el sonido, la luz— interviene en la dramaturgia. Su trabajo se volvió reconocible por la creación de universos estéticos donde lo vivo y lo tecnológico conviven en fricción constante.
En 2024 estrenó Posguerra en la Bienal de Venecia, convirtiéndose en la primera artista argentina seleccionada por ese festival. Allí profundizó su investigación sobre el cuerpo como territorio atravesado por traumas, violencias y memorias colectivas. En 2025, redobló la apuesta con Sobrecarga, una obra creada para el Centro de Experimentación del Teatro Colón que integra, por primera vez en su trayectoria, una película filmada especialmente para la puesta.
En este diálogo, Melisa despliega el entramado de preguntas que sostienen su práctica: la construcción de un lenguaje multidisciplinario, el riesgo como motor, la resistencia como estética, la tensión entre crear obras enormes y la dificultad de “exportarlas”, y el deseo de que la escena siga siendo un territorio vivo donde la expectativa del espectador nunca se acomode. Una conversación sobre procesos, elecciones y convicciones que delinean el relato de una artista que piensa la escena como un territorio por venir.
Evelin: Para arrancar, ¿cómo describirías tu identidad artística hoy? ¿Cómo se transformó desde tus primeras obras?
Melisa: Mi primera obra fue en 2017 y, al principio, no tenía del todo claro qué estaba haciendo ni cómo nombrarlo. No tenía referentes cercanos que trabajaran búsquedas similares, entonces inventaba modos de presentarme para poder entrar al circuito. A lo largo de los años, insistiendo en los dispositivos, en los discursos narrativos y en sumar tecnología —y más tarde un lenguaje cinematográfico— fui entendiendo mejor quién era y qué me interesaba. También empecé a encontrar artistas de afuera que, si bien no hacían lo mismo, me mostraron cómo hablaban de su trabajo. Igual, todavía hoy me cuesta definirme. Creo que soy una artista que piensa y construye formatos: obras que integran muchos lenguajes, sí, pero sobre todo modos de existir en escena.
Sobre esto que mencionaste, en esos formatos conviven muchas disciplinas. ¿Cómo elegís qué lenguajes necesita cada proyecto?
Para mí todo se construye en capas. Hay investigaciones que persisten —las narrativas, la tecnología, el espacio— pero cada obra me pide un lenguaje distinto. En Sobre sí mismo (2023) trabajé por primera vez con un circuito cerrado de cámaras que filmaba en vivo y generaba un meta-relato paralelo; en Posguerra (2024) quise llevar esa búsqueda hacia algo más cinematográfico, con un recorrido narrativo más claro; y en Sobrecarga (2025) directamente filmé una película que convive con la escena. Algo similar ocurre con la escenografía: en Dentro (2023) trabajé con un inflable que no exigía tanto físicamente; después pensé en las placas móviles de Sobre sí mismo, que proponían un desafío cinético; y de ahí surgieron estructuras que demandaban fuerza y resistencia para explorar un movimiento específico. A veces empiezo por el espacio; otras por un concepto; y en el camino descubro qué lenguajes son los necesarios.
¿Cómo pasaste de esas primeras obras performáticas e instalaciones a montajes más complejos con estructuras cinéticas, video en vivo y música en vivo?
Fue por ambición y por ganas de salir de los lugares seguros. Sobrecarga fue un mundo completamente desconocido: nunca había filmado una película, no sabía cómo sería trabajar con actores, cómo articular escenas que después convivieran con la obra en vivo. Me gusta compartir mis dudas, mis riesgos, mis propias investigaciones con el público. Que las obras no den nada por sentado. Busco que cada función sea irrepetible, que haya algo orquestal: todos los creativos operando en vivo, el sonido, la luz, las cámaras, los intérpretes, como si cada función fuera una pieza única ejecutada entre muchas manos.
En Posguerra, ¿qué te llevó a pensar en el “cuerpo posbélico” para hablar del presente?
Sentía que el mundo atravesaba un estado de violencia muy profundo. Pero si quería hablar de algo tan grande, necesitaba partir de lo que conocía: mis propias experiencias postraumáticas y las de mi entorno. De lo personal a lo colectivo. Posguerra me ayudó a encontrar esa metodología: investigar primero lo íntimo para luego amplificarlo hacia lo general. Sobrecarga partió del mismo principio: pensar cómo nos situamos como espectadores frente a escenas violentas —desde Gaza hasta nuestros abuelos en Plaza de Mayo— y cómo ese bombardeo de imágenes condiciona nuestra percepción. Somos testigos de un mundo caótico, y me interesaba entender qué nos pasa con eso, incluso dentro del teatro.

Fue una experiencia enorme, pero también muy reveladora. Posguerra es una obra gigantesca: no viajan solo la directora y cinco intérpretes, sino veinte personas para que todo funcione. La puesta es costosa, compleja, llena de operaciones en vivo. En Venecia entendí que, si quería “exportarme al mundo”, necesitaba pensar obras más compactas, más fáciles de mover. Y eso me generó una crisis: ¿estoy dispuesta a reducir mis proyectos para entrar en un circuito? ¿Para responder a esa expectativa externa? La respuesta fue no. Incluso cuando más tarde tuve la oportunidad de hacer algo más “empaquetado”, elegí hacer Sobrecarga, donde trabajaron más de 200 personas. Fue contracultural, pero fiel a mí. El éxito, para mí, no es viajar por festivales, sino hacer lo que deseo hacer. Hubo frustración, sí, porque había mucha expectativa de circulación con Posguerra. Pero también apareció algo fundamental: reafirmé mi camino.
En tus obras aparece mucho la idea de “resistencia del cuerpo”. ¿Cómo construís esa geografía física?
Es un trabajo físico, emocional y mental. Los intérpretes atraviesan transformaciones fuertes. Si vieras cómo llegaron al primer ensayo de Sobrecarga y cómo estaban meses después, verías un abismo. Hay frustraciones, miedos a lastimarse, momentos de llanto, agotamiento. Pero también momentos en que se supera lo que parecía imposible. Trabajamos con metodologías muy exigentes, casi deportivas; se requiere disciplina, constancia y una entrega absoluta. La obra te pide estar ahí al 100%: si no, te expulsa. Creo que en esa entrega se ve el alma del intérprete: su vulnerabilidad, su capacidad de narrar desde el cuerpo, de abrir lo que es íntimo.
Sobrecarga se concibió específicamente para el Centro de Experimentación del Teatro Colón. ¿Cómo influyó ese espacio en la obra?
Muchísimo. El CETC es un subsuelo. Arriba está el templo del ballet y la ópera, lo sublime, la jerarquía. Abajo, los talleres, el detrás de escena, la gente que construye todo lo que hace posible lo otro. Habitar ese sótano con una obra dura, contemporánea, físicamente intensa, era una declaración. El espacio retroalimenta la obra y la obra retroalimenta al espacio. Sin ese lugar, Sobrecarga sería otra cosa.

¿Y cómo fue dirigir la película? ¿Te manejaste distinto que en lo escénico?
Absolutamente. Escribí el guion un año antes y fue raro empezar una obra desde un texto, desde algo que no conocía. Trabajar con actores fue un desafío: ellos están acostumbrados a la palabra, y mi lenguaje es el cuerpo. Tuvimos un mes de ensayos para encontrar una forma de narrar sin recurrir a lo explícito. La filmamos en un solo día, con un equipo enorme. Fue una exigencia técnica, creativa y emocional tremenda, pero también uno de los procesos más lindos de mi vida. Me descubrió un potencial nuevo. No tuve miedo al fracaso: si no funcionaba, estaba bien. Necesitaba hacer algo que me descolocara.
Para cerrar, ¿qué preguntas te gustaría seguir investigando?
Estoy muy obsesionada con la ópera. Es un lenguaje adquirido, importado, que hoy no dialoga del todo con nuestras raíces ni con nuestra contemporaneidad. Es caro, elitista, y su público es un nicho que se achica. Pero la ópera lo tiene todo: actuación, danza, canto, gran producción. Tiene un potencial enorme para renacer si se actualiza y empieza a hablar de nuestro tiempo y nuestra cultura. Me interesa investigar eso: cómo resignificarla, cómo hacer que nuevas generaciones quieran verla, cómo devolverle su potencia.
.png)




Comentarios