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Maternidad, muerte y deseo en "Lobo, pieza perdida"

Actualizado: 24 sept

-Por Evelin Bottani




Lobo, pieza perdida. Actuación y dramaturgia: Melina Peresson. Sonido y visuales: Luciano Kulikov. Diseño de iluminación: Luis Manuel Mendiburu Eliçabe. Dirección: Federico Aimetta y Melina Peresson. Diseño de espacio y vestuario: La Loba producciones. Asesoramiento dramatúrgico: Lisandro Rodríguez.

Función Sábado 6 de septiembre en Fundación Cazadores.



Una mujer relata la visión que la obsesiona: un lobo marino bebé encallado en la arena. Ese instante inaugura un viaje que oscila entre la confesión íntima y la puesta en escena deliberada. En el centro, un cuerpo peludo simula al animal, rodeado por cintas de peligro que trazan un perímetro. La imagen es potente: la protagonista busca contener lo incontenible, y al mismo tiempo nos separa de aquello que narra. Lo que vemos nos invita y nos expulsa.


Desde allí, Lobo, pieza perdida despliega tres grandes ejes temáticos: la maternidad, la muerte y el deseo. El relato avanza entre fragmentos de memoria y escenas presentes. En cada episodio late la ausencia de Lila, su hija, cuya muerte se revela hacia el final como núcleo de toda la narración. El

lobo encallado se convierte entonces en un doble simbólico, sustituto del bebé perdido, figura que

condensa la imposibilidad de reparar lo irremediable.


Lobo, pieza perdida
Lobo, pieza perdida. Cortesía: Fundación Cazadores. Edit: Mariné



La obra se abre con una escena despojada: Melina Peresson en la esquina, frente a un micrófono de pie, como si lo que va a decir requiriera esa especie de confesión pública. Desde allí comienza a

relatar un recuerdo reciente: caminando por la playa de Mar del Plata se topa con una imagen

descomunal, un lobo marino bebé encallado en la orilla.

La aparición no es menor: el animal yace en el centro del escenario, encarnado por un cuerpo peludo que atrae la mirada desde el primer momento. Ese choque visual es el disparador de todo lo que vendrá. Desde este inicio, la puesta instala un tono reconocible: un registro emocional sostenido, sin sobresaltos.


Todo sucede en el tercio central del escenario, delimitado con precisión casi quirúrgica. El minimalismo en la escenografía, el vestuario y la utilería construye un espacio desnudo, donde lo visual no distrae, sino que concentra. El peso de la obra recae en lo narrado más que en lo mostrado; y sin embargo, ese pequeño cuadro escénico alcanza para sugerir todo lo que vendrá.

La angustia se anuncia temprano y persiste, casi linealmente, como si la obra se negara a habilitar los picos y quiebres que construyen el conflicto. El efecto es curioso: lo que podría volverse desgarrador queda en un registro de intensidad pareja, atrapado en la cadencia de la voz de la protagonista.


De a poco, la actriz transforma la playa en un escenario ritual. Rodea al lobo con cintas de peligro, marcando un perímetro como si estuviera frente a una escena del crimen. Coloca a su lado una reposera y los objetos de playa, como si acompañara su agonía, como si ese círculo de peligro se volviera también un círculo de duelo íntimo.

La imagen funciona como clave: así como delimita al animal, la narración delimita la experiencia. La historia se repliega sobre sí misma y encierra al público en la subjetividad de la protagonista, volviéndonos espectadores de un encierro que no nos convoca del todo.

El relato, entonces, se abre hacia otro plano: el recuerdo del parto de su hija Lila. La voz se acelera, se quiebra. Narra entre gritos y angustia el viaje desesperado hacia el hospital, hasta el punto de pedir a Manuel —su pareja— que detenga el auto porque necesita parir ahí mismo, en la ruta.

Este momento crucial oscila entre realidad y fantasía, como si el recuerdo fuera incapaz de sostenerse en un solo registro. Es aquí donde los grandes temas que atraviesan la obra —maternidad, muerte, deseo— se manifiestan con más fuerza. No como reflexiones colectivas, sino como vivencias personales, selladas en la singularidad del duelo.


Lobo, pieza perdida

PH: Evelin Bottani


Vuelve luego a la playa, a ese lobo que aún respira con dificultad. El relato se contamina con otra ensoñación: la aparición de un joven sensual que la rescata del mar y despierta fantasías eróticas. La obra habilita así un desvío inesperado hacia el deseo, pero el viraje, más que tensionar la trama, se percibe como una prolongación del mismo estado emocional.

El desenlace llega cuando la mujer carga al lobo en su auto, intentando salvarlo, pero el animal muere. Y allí la confesión última lo resignifica todo: su hija Lila murió el mismo día de su nacimiento. Lo que parecía una crónica extraña sobre una playa marplatense se revela como la manera de narrar un duelo inabarcable.

El recurso de llevar la intimidad al extremo tiene un doble filo: por un lado, conecta con la honestidad brutal del dolor; por otro, encierra la obra en un universo que solo se abre desde la empatía. En ese sentido, las temáticas que podrían resonar de manera colectiva quedan subsumidas en la narración personal. La muerte, la maternidad y el deseo aparecen no como vectores sociales, sino como escenas privadas. El público se ve interpelado únicamente desde la compasión, no desde el cuestionamiento común.


En cuanto al espacio escénico, la obra se anuncia como un cruce entre teatro, música e imágenes en vivo, pero el corazón sigue siendo el teatro de texto. El universo sonoro creado por Luciano Kulikov opera como un contrapunto sutil. No invade la escena, sino que la envuelve, como un piso de humo que vibra por debajo de las palabras de Melina. Sus climas refuerzan la intimidad, amplifican la angustia y a la vez dejan filtrar suspenso o deseo, según el pasaje.


Ver a la protagonista encerrada en el perímetro de cintas de peligro mientras la música tiñe el aire intensifica la metáfora: esa mujer habita un bucle emocional del que no logra salir, atrapada en un episodio de su vida que no cesa de repetirse. Lo visual y lo sonoro, juntos, sostienen el estado de duelo como un círculo cerrado.

La dirección de Federico Aimetta, por su parte, se muestra eficaz en ciertos pasajes, pero peca de exceso en otros. Hay momentos en que el relato de la protagonista roza la frontera entre la confesión íntima y la actuación hacia afuera. Es allí donde la dirección se vuelve más frágil: cuando el personaje estalla en enojo, el registro pierde consistencia. Los gritos prolongados y la gestualidad sobreactuada interrumpen la atmósfera de angustia que domina el resto de la obra, generando un contraste que no parece deliberado sino forzado. Entendemos, como espectadores, que los recuerdos relatados la lleven a la furia; pero el modo en que esto se traduce en escena resulta tibio y, a la vez, desmesurado: un griterío que suena obligado, poco orgánico con el resto del tono narrativo.

La tensión que atraviesa la obra no es solo temática, sino también autoral: un hombre dirige una pieza sobre el dolor de parir y perder un bebé. No se trata de invalidar, sino de preguntarse cómo se representa una experiencia tan corporal y femenina desde una mirada masculina. Judith Butler, en Deshacer el género (2004), habla de cómo las normas de género moldean la manera en que los cuerpos pueden —o no— ser reconocidos en el espacio social. Esa idea puede leerse aquí: el cuerpo que narra su duelo es el de una mujer, pero la mediación escénica está enmarcada por otro registro de género. Griselda Gambaro, desde la dramaturgia argentina, ha trabajado la violencia sobre los cuerpos —particularmente los femeninos— como una forma de visibilizar aquello que el discurso social tiende a borrar (El campo, Antígona furiosa). Su escritura muestra que la perspectiva femenina no es solo un “tema”, sino una forma específica de construir escena. Entre Butler y Gambaro se abre la pregunta: ¿qué sucede cuando una mirada masculina dirige el dolor de un cuerpo femenino? ¿Se propone un diálogo consciente con esa otredad, o simplemente se deja abierta la distancia sin resolución?


Lobo, pieza perdida "orbita" alrededor de lo irrecuperable. Su mayor acierto está en la valentía de poner en escena un duelo íntimo sin concesiones, su mayor límite en no permitir que ese dolor se abra al territorio común. Lo que queda, al final, es la evidencia de un teatro que conmueve, pero no moviliza, que interpela desde la empatía, pero no desde el conflicto. Una pieza que revela hasta qué punto lo personal puede ser contundente en la escena, pero también cómo la falta de resonancia colectiva reduce su potencia transformadora.


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