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MEMORIAS DEL APARECER

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    Martín Montani
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El montaje como deriva del pensamiento en las temporalidades heterogéneas de la memoria


-Por Martín Montani


Hacia una política estética de la imagen en Sans Soleil de Chris Marker

 

Me he pasado la vida tratando de comprender la función del recuerdo, que no es lo contrario del olvido, sino más bien su reverso. No recordamos, reescribimos la memoria cómo se reescribe la historia.

 Chris Marker, Sans Soleil.





El tiempo no es un fluir continuo, vacío y homogéneo; tampoco una línea de causalidad histórica orientada al progreso que impone a la memoria el signo de las victorias y el entierro de los pasados olvidados. En sus secuencias de duración, simultaneidad o distancia el tiempo, cuando se abre como experiencia política-estética, se revela como interrupción e irrupción accidental o excesiva en su inmanencia; instantes fulgurantes donde aparece a contrapelo del relato de la continuación de la historia. Ese desvío, ese horizonte en el aparecer de imágenes metafóricas, es lo que este ensayo busca desplegar.

Esta investigación surge de los debates y enseñanzas compartidas en los seminarios de posgrado de la UNA [1] dictada por el docente Hernán Ulm. Este ensayo se propone desplegar una posible lectura reflexiva e interpretativa de las poéticas del ensayo documental Sans Soleil (Chris Marker, 1983), donde la memoria deja de ser un archivo inmóvil para devenir en un tejido de fulguraciones mediante un sistema de imágenes que piensan y pensamientos que, al rozarse, se hacen imagen(es). En ese reaparecer en medio de la urgencia, la memoria irrumpe contra el régimen perceptivo lineal del progreso y abre la posibilidad de otro(s) tiempo(s), no conquistado por la continuidad sino habitado por la intensidad de sus destellos; aquellos que la historia oficial de la cultura pretende ocultar(nos).




[1]En el marco de la materia Movimientos Estéticos y Poéticos de las Artes. Abordaje problematizante de cuestiones estéticas y poéticas de las Artes dictadas durante los meses de abril a mayo del año 2025.



CONSTELACIONES DEL APARECER

 

El historiador del arte Aby Warburg fue de los primeros en intuir que la historia de las imágenes no avanza de forma lineal, sino por recurrencias y saltos en el tiempo. Propuso una perspectiva transhistórica donde las épocas dialogan entre sí:


“la historia del arte no se puede entender linealmente, sino como espiral o eterno retorno… todo está conectado con todo… vivimos una continua metamorfosis”

(Catellani, 2019). Esta noción de constelación temporal sugiere que ciertos gestos y símbolos reaparecen en distintas eras como signos latentes de una memoria cultural compartida. Las imágenes portan sobrevivencias –latencias que Warburg llamó pathosformel–, encarnando emociones e ideas que resurgen una y otra vez desde el pasado en nuevos contextos (Kiernan, 2019).


Así, la memoria colectiva no es un depósito muerto de datos cronológicos, sino un campo magnético de fuerzas donde cada imagen activa otras memorias en un montaje interminable. En este marco, el montaje artístico se convierte en un acto de rescate, al yuxtaponer tiempos heterogéneos, revela vínculos secretos entre momentos distantes, desmontando la linealidad ordenada del relato histórico. La constelación de imágenes crea una apertura temporal –un entretiempo– en el que aquello que estaba perdido u olvidado puede aparecer ante nuestra mirada actual.


Hernán Ulm profundiza estas ideas al señalar que la fotografía y el cine —así como otras sensibilidades programadas por los medios técnicos— no constituyen medios neutros, sino “aparatos técnicos que instituyen rituales de percepción y que moldean nuestros hábitos sensibles” (Ulm, 2021). Es decir, cada tecnología visual configura un régimen específico de atención y memoria: “la percepción, lejos de ser natural o inocente, es el resultado del sometimiento a un conjunto de reglas colectivas que definen lo que puede o no ser percibido” (Ulm, 2021.).


 

En la fotografía, el acto ritual de la captura fija el instante y lo separa del flujo del tiempo. Al congelar un fragmento minúsculo de la vida, la imagen fotográfica produce “una memoria sin olvido”, una huella indeleble que desafía la pérdida (Ulm, 2021,). La cámara fotográfica fija, reduce y separa la experiencia vivida, conservando un destello inmóvil que podemos volver a mirar una y otra vez. El cine, por su parte, opera con el principio opuesto y complementario; el proyector corta y enlaza la vida en sus mínimos detalles en un ritmo de luz y sombra, reintroduciendo movimiento y duración a través del montaje (Ulm, 2021). En la secuencia cinematográfica, cada corte y empalme es un latido temporal que genera una continuidad artificial, la vida recombinada en la pantalla no es la mera reproducción fiel de lo real, sino la construcción de un tiempo nuevo a partir de fragmentos. Fotografía y cine instauran así temporalidades específicas –exposiciones prolongadas o instantáneas, ralentizaciones, fundidos, repeticiones– que inscriben en nuestros cuerpos ciertas memorias operativas, hábitos de percepción y afectos ligados a sus ritmos técnicos. Más que simples estilos estéticos, estos rituales visuales producen el tiempo y nos enseñan a habitar la experiencia en función de cortes, pausas y velocidades propias de cada aparato. El montaje deviene entonces una forma de pensamiento encarnado en la materia misma de la imagen, capaz de engendrar nuevos sentidos del tiempo y de la memoria.


Memorias del aparecer

Sol Naciente, Sans Soleil

 

MONTAJE, MEMORIA Y OLVIDO:ENTRE EL ACCIDENTE Y EL EXCEDENTE

 

El montaje, intersticio de memoria y de olvido, se entrelaza en una temporalidad afectiva donde el pasado y el porvenir convergen en tensión. Siguiendo a Hernán Ulm (2021), podríamos decir que la experiencia estética contemporánea oscila entre el accidente y el excedente, choque contingente que irrumpe en nuestra percepción y el exceso vital de duración y sentido que desborda cualquier memoria histórica.


En ese vaivén, el montaje se erige como ritual temporal, un gesto creativo que rescata fragmentos del ayer a la vez que libera un tiempo nuevo más allá del recuerdo. Dos perspectivas teóricas iluminan este juego entre memoria y olvido:

Por un lado, Walter Benjamin y Georges Didi-Huberman conciben el montaje como un acto crítico de rememoración heterogénea, capaz de salvar las huellas de lo vencido. Por otro, Gilles Deleuze —en diálogo con Nietzsche y Bergson— ve el montaje como un campo experimental donde el tiempo irrumpe sin representación, afirmando la potencia de lo falso y la vida que excede la memoria.

En ambos casos, la temporalidad del montaje es una zona liminal, poética y política, donde recordar y olvidar dejan de oponerse para conspirar juntos en la creación de sentido.

En la primera postura, el montaje deviene una máquina de memoria insurgente. Walter Benjamin, en sus Tesis sobre la historia, rechaza el tiempo homogéneo del progreso y reivindica los fragmentos discontinuos cargados de memoria, proponiendo pensar la historia “a contrapelo”, como quien cepilla los hechos contra el grano de sus relatos vencedores. Para Benjamin, ningún documento de cultura está libre de barbarie y el deber del historiador crítico es “arrancar la tradición al conformismo” para mantener vivo el recuerdo de los vencidos (Benjamin, 1940). Así, el montaje se vuelve un gesto político de interrupción, en lugar de encadenar causalmente los acontecimientos, los yuxtapone como ruinas, generando choques que interrumpen la continuidad temporal y permiten que lo reprimido por la historia irrumpa en el presente.


“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo tal como fue; significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”

(Benjamin, 1940, tesis VI).


Desde esta postura se encuentra resonancia en la lectura de Georges Didi-Huberman, quien (2007) desafía la historiografía lineal al afirmar que “no hay historia interesante excepto en el montaje, en el juego rítmico, la contradanza de las cronologías y los anacronismos”. Para él, el montaje no narra el pasado como continuidad sino que lo hace estallar en fragmentos heterogéneos, superponiendo tiempos dispares donde cada imagen es un estrato vivo atravesado por memorias anacrónicas que interpelan al presente.

En esta contradanza de temporalidades, el montaje abre una zona crítica donde el pasado retorna no para confirmarse, sino para fracturar la lógica progresiva y revelar sus fisuras, haciendo de la memoria no una conservación pasiva sino un gesto activo de resistencia frente al olvido.

A través del montaje desde la memoria, las imágenes se alzan como vacunas contra la muerte del sentido, abriendo brechas para que el pasado oprimido dialogue con el futuro (Didi-Huberman, 2007). La temporalidad deja de ser lineal y muerta; deviene latencia viva, donde cada fragmento visual porta una carga afectiva que puede resucitar y transformarse en promesa de porvenir.

Frente a esta visión memorial, la segunda perspectiva es la de Deleuze con Nietzsche y Bergson que desplaza el acento hacia el olvido creador y el tiempo como excedente vital. Una apertura de lo nuevo en la imagen, más allá de la representación cronológica.

Inspirado por Henri Bergson, Deleuze define el cine moderno —y por extensión todo montaje experimental— como imagen-tiempo, un régimen donde la sucesión sensoriomotora se quiebra y el tiempo se presenta a sí mismo directamente en la imagen (Deleuze, 1985). Aquí el montaje ya no “representa” el tiempo mediante una historia lineal, sino que lo hace sensible en sus brechas y cristalizaciones.

Siguiendo a Bergson, todo presente se inter-penetra de pasado; el tiempo es duración pura, con capas de memoria que coexisten (Bergson, 1896). El montaje contemporáneo explora justamente esas “hojas de tiempo” superpuestas, momentos actualizados y virtuales que conviven en la imagen.


Deleuze (1985) habla de la imagen-cristal para describir ese instante en que lo actual (presente) y lo virtual (recuerdo, sueño) se funden, volviéndose indiscernibles dos caras del tiempo. En el cristal temporal, presente y pasado oscilan en un solo circuito; la imagen deviene espejo de la memoria en el acto mismo de presentarse. Esta concepción conecta con la idea nietzscheana de liberarse de la tiranía del pasado.


Nietzsche (1874) sostenía que el olvido es una “fuerza activa” y un “poder vital” que limpia la conciencia para poder actuar en el presente —una capacidad creativa sin la cual estaríamos paralizados por el peso muerto de la historia. Esta crítica a la “historia monumental” que imponía una veneración paralizante del pasado en detrimento de la vida presente, Deleuze la retoma a través del olvido vitalista argumentando que la potencia de lo falso en el arte moderno implica que la verdad ya no se mide por la fidelidad a lo que ocurrió, sino por la capacidad de generar nuevos sentidos a partir de lo recordado (Deleuze, 1985).


El montaje, en lugar de conmemorar servilmente el pasado, lo transforma activamente, fragmenta la trama cronológica, inserta lagunas, mezcla tiempos dispares y fabula conexiones inesperadas. En este proceso creativo, la distinción entre recuerdo “verdadero” y “falso” pierde rigor, porque lo importante es la verdad vital que emerge de la metamorfosis artística (Deleuze, 1985).

El olvido nietzscheano se manifiesta aquí como liberación de la memoria reactiva, olvidamos lo accesorio, rompemos la continuidad rígida, para que el tiempo fluya de nuevo con toda su carga de posibles. Así, el montaje deviene intersticio donde cada corte entre imágenes abre un intervalo que no pertenece ni a un plano ni al otro, un vacío fecundo donde el tiempo puro se cuela y late. La duración se desborda más allá de la consciencia, dando lugar a experiencias no representacionales, abiertas a la sorpresa y a la diferencia.


En suma, desde la óptica deleuziana-nietzscheana, el montaje es un arte de la metamorfosis temporal que, en lugar de asegurar la memoria del pasado, arriesga la creación de futuros, haciendo del olvido no una pérdida sino una ganancia de libertad para la imaginación. El tiempo se revela entonces como excedente vital, una reserva infinita de novedades que la obra de arte puede cristalizar fugazmente sin agotarla jamás.

Al integrar ambas perspectivas, Ulm (2021) propone entender el montaje contemporáneo precisamente como un equilibrio dinámico entre accidente y excedente.

En los rituales de la percepción actuales, el montaje opera entre polos tensionales: de un lado, el accidente —lo contingente, disruptivo, aquello que irrumpe inesperadamente y quiebra los rituales perceptivos normativos—; del otro, el excedente —lo desbordante, ese sobrante de sentido y de temporalidad que no calza en los esquemas establecidos y que exige nuevas formas de aprehensión estética.

La experiencia estética hoy se nutre de ambos extremos al tensar la escena de nuestra sensibilidad contemporánea.


Memorias del aparecer

 Ojo Rojo, Sans Soleil

 

LA ZONA COMO RITUAL CINEMATOGRÁFICO DEL TIEMPO

 

Como señalaba Theodor Adorno, el ensayo no comienza desde cero, sino desde aquello de lo que quiere hablar, avanzando de forma fragmentaria y abierta (Adorno, 1962). Siguiendo esa premisa, podemos entrar directamente en uno de los conceptos centrales de Sans Soleil (Chris Marker, 1983): “La Zona”, un espacio figurativo que el cineasta introduce dentro del filme.

La Zona opera como una especie de máquina de pensamiento visual o laboratorio de imágenes, en el cual los recuerdos audiovisuales se manipulan y recombinan para poner en cuestión la relación entre memoria y olvido, entre pasado y presente. Este dispositivo conceptual es un homenaje deliberado a La Zona de Stalker (Tarkovski, 1979) y funciona en Sans Soleil como un espacio de montaje donde la memoria se reescribe sensiblemente más que narrarse linealmente.

La Zona funciona como un ritual tecnológico del tiempo. Al exhibir abiertamente la manipulación de las imágenes, vuelve transparente el proceso de montaje y evidencia que toda memoria audiovisual es construcción antes que reflejo fiel de una realidad objetiva. Estamos ante un verdadero laboratorio de la memoria, en el que las imágenes del pasado son liberadas “de la mentira que prolongaba la existencia de esos momentos” (Marker, 1983).


Dicho de otro modo: al intervenir sus propios registros fílmicos degradados por el paso de los años, Marker renuncia a la ilusión de presente y abraza la condición de huella de esas imágenes. Las escenas “ya afectadas por el musgo del tiempo” aparecen cubiertas por una pátina de color y abstracción que, paradójicamente, las hace más auténticas en tanto recuerdos (Marker, 1983). Al aceptar su naturaleza de vestigios incompletos –más palimpsesto que documento– logran transmitir la esencia sensorial del recuerdo: fragmentario, subjetivo, atravesado por el olvido.

En La Zona, el montaje deviene un ritual temporal que trastoca las reglas ordinarias de la percepción. Siguiendo a Hernán Ulm (2021), la experiencia estética contemporánea oscila entre el accidente y el excedente. Conforme a ese vaivén, el montaje se erige como gesto ritual creativo que rescata fragmentos del ayer a la vez que libera un tiempo nuevo más allá del recuerdo.


Esta idea se encarna en Sans Soleil a través de La Zona: un no-lugar tecnológico donde el tiempo deja de fluir con causalidad común y las imágenes pueden renacer bajo nuevas formas. De hecho, La Zona de Hayao Yamaneko


“nivela todas las diferencias y convierte el conflicto y el dolor en borrones sin aristas de color abstracto – un nirvana electrónico”

(Winship, 2012).

Al reducir el contenido figurativo a meras siluetas vibrantes de neón, La Zona le quita a los recuerdos traumáticos su carga dañina y los transforma en materia contemplativa. En términos nietzscheanos, esta transfiguración opera como un olvido activo, una limpieza creativa de la conciencia (Nietzsche, 1874) que libera la memoria del peso muerto de la historia y de sus heridas. Marker logra aquí una especie de catarsis poética: un ritual visual donde el pasado doloroso se sublima en imagen pura, permitiendo habitarlo de otro modo, quizá más llevadero y reflexivo.


Así, La Zona funciona a la vez como un dispositivo estético y político. Es estético porque experimenta radicalmente con la forma y el signo, llegando a suprimir casi por completo el significado convencional de las imágenes. No olvidemos que Sans Soleil persigue –en palabras del propio Marker– “el verdadero significado en la nada”, una supresión zen del signo que despeja las imágenes de lecturas unívocas (Mark, 2020).

Es político porque al reescribir las imágenes del pasado replantea quién controla la memoria y con qué fines. Hace visible que recordar es siempre re-construir: un acto de poder creativo más que una recepción pasiva de “lo que fue”. De hecho, uno de los lemas que articula esta secuencia es contundente: “Si las imágenes del presente no cambian, cambiemos las del pasado” (Marker, 1983).

Cada presente –nos dice Marker a través de Yamaneko– tiene la capacidad y la responsabilidad de releer el pasado desde sus urgencias actuales, rescatando aquellas memorias que alimenten la resistencia a las opresiones vigentes (Mark, 2020). Esta idea conecta con la noción benjaminiana de “cepillar la historia a contrapelo” (Benjamin, 1940), es decir, desobedecer la versión lineal y triunfante del relato histórico para salvar las huellas de lo vencido y dar voz a los recuerdos reprimidos por el progreso (Benjamin, 1940; Didi-Huberman, 2008).

En La Zona, Marker practica justamente un montaje contra el olvido conformista: las imágenes históricas no son mostradas tal cual ocurrieron, sino quebradas y remontadas en un nuevo ritmo que interrumpe la continuidad temporal aceptada. Al igual que propone Georges Didi-Huberman (2008), aquí no hay historia interesante sin montaje, sin esa “contradanza” de cronologías dispares que superpone anacronismos y hace estallar el sentido único del pasado (p. 38).

La Zona abre una brecha crítica en el flujo del tiempo: el pasado retorna, pero no para confirmarse, sino para fracturar la lógica progresiva y revelar sus fisuras latentes. La memoria deja así de ser una conservación pasiva de lo dado y deviene un gesto activo de resistencia frente al olvido y a la hegemonía de la historia oficial (Didi-Huberman, 2008, p. 39).



En última instancia, La Zona encarna el espíritu mismo de Sans Soleil y de este ensayo: es el ensayo audiovisual dentro del ensayo, la deriva del pensamiento en las temporalidades heterogéneas de la memoria. A través de este ritual cinematográfico, Marker desarma la linealidad del tiempo y nos muestra un tiempo liberado, multidireccional: un presente que dialoga con múltiples pasados posibles.

No es casual que hacia el final de la película el narrador confiese haber medido

“la insoportable vanidad de Occidente, que siempre privilegió el ser sobre el no-ser, el decir sobre el no-decir”

(Marker, 1983).


La Zona privilegia, en cambio, el no-decir, el silencio fértil de la imagen abstracta, para que hablen los espíritus del tiempo.


En una de las secuencias finales, Marker narra cómo, caminando por Tokio, “aunque la calle estuviera vacía, esperé el semáforo en rojo, a la japonesa, para dejar pasar a los espíritus de los autos rotos… porque hay que honrar a los espíritus de las cartas rotas” (Mark, 2020). Esta poética de esperar a los fantasmas de lo perdido resume la ética de La Zona: honrar las ausencias, dar espacio a lo olvidado en medio del presente acelerado. La memoria aparece no como un depósito inerte de datos, sino como un acto presente de cuidado y reescritura.

El montaje del episodio del piloto kamikaze sintetiza todos estos elementos en una poderosa metáfora audiovisual. Marker incluye la lectura de una carta real de un joven kamikaze despidiéndose antes de su misión suicida (Mark, 2020). Esa palabra del pasado, cargada de entrega y tragedia, se entrelaza en La Zona con la imagen alterada de un avión que, contra toda expectativa, asciende en lugar de caer.

Donde la historia registró una caída mortal, el film –dentro de su “zona”– nos muestra un ascenso inverso, como un sol naciente al horizonte (Mark, 2020). El choque entre el contenido trágico de la carta (la voz de una memoria herida por la guerra) y la visualidad onírica del avión “resucitado” produce un montaje afectivo de enorme potencia poética.

Este gesto de inversión de sentido no borra la tragedia, pero la re-significa profundamente: convierte el accidente histórico en un excedente de sentido (Ulm, 2021, p. 89), una imagen nueva capaz de conmover y hacer pensar. El avión que ya no cae, sino que se eleva funciona como símbolo del montaje afectivo que propone Marker: el pasado no tiene por qué estrellarse una y otra vez en nuestra memoria.

Mediante el arte del montaje, puede remontar vuelo y revelar potenciales ocultos: otros finales simbólicos que iluminen nuestro presente. En términos de Gilles Deleuze, esta es la potencia de lo falso en el arte moderno: la verdad de una imagen ya no se mide por su fidelidad a “lo que realmente ocurrió”, sino por su capacidad de generar nuevos posibles a partir de lo recordado (Deleuze, 1985).

Sans Soleil asume ese riesgo de la imaginación. En lugar de conmemorar servilmente el pasado, lo desarma y recompone, fragmenta la cronología, mezcla tiempos dispares y fabula conexiones inesperadas (Deleuze, 1985). En este proceso creativo, la distinción entre recuerdo “verdadero” y “falso” pierde rigor, porque lo importante es la verdad vital que emerge de la metamorfosis artística (Nietzsche, 1874; Deleuze, 1985).

La Zona, con su electrónica precursora (el sintetizador EMS Spectre que Marker empleó en 1982), anticipa las actuales posibilidades digitales de remontar los archivos y reimaginar la memoria colectiva. En la era digital contemporánea, pensar la memoria en estos términos adquiere una relevancia inédita.


Hoy vivimos rodeados de imágenes del pasado que podemos remezclar, manipular y recircular al instante. Esto abre tanto peligros como esperanzas. Por un lado, la tecnología digital facilita la creación de “memorias totales” potencialmente anestesiantes –esa “memoria sin olvido” que Marker auguraba para el año 4001, semejante a la maldición de Funes el memorioso (Marker, 1983; Borges, 1944) –.


Por otro, esas mismas herramientas ofrecen la posibilidad de democratizar la reescritura del pasado, habilitando montajes críticos que antes eran impensables. Pensar la memoria hoy desde categorías como montaje, olvido activo, excedente y accidente significa reconocer nuestro poder –y responsabilidad– para intervenir los relatos heredados. Implica asumir que la memoria no es unívoca ni está dada de una vez y para siempre, sino un campo de batalla donde cada generación reordena las imágenes a la luz de sus propias preguntas.


Chris Marker lo intuyó de manera profética:

“Me he pasado la vida tratando de comprender la función del recuerdo –que no es lo contrario del olvido, sino más bien su reverso. No recordamos, reescribimos la memoria como se reescribe la historia”

(Marker, 1983).

En la Zona de Sans Soleil esta tesis se vuelve experiencia sensible. La memoria aparece como un proceso dinámico, una deriva creadora donde recordar y olvidar son las dos caras inseparables de un mismo gesto. Lejos de oponerse, conspiran juntos en la creación de nuevos sentidos del tiempo. En la conclusión de su viaje ensayístico, Marker nos deja la imagen del kamikaze invertido y la metáfora del gato que siempre encuentra su lugar en medio de las ruinas (Marker, 1983). Son imágenes de sobrevivencia y transformación: el pasado, por devastado que esté, puede encontrar refugio en un “no-lugar” poético desde el cual seguir actuando sobre el presente.

Esta es, en última instancia, la política estética de la imagen que Sans Soleil nos lega una política hecha de pequeños rituales sensibles –como esperar el paso de los espíritus en la calle vacía– mediante los cuales invertimos el sentido de lo dado, mantenemos vivos a nuestros muertos y reabrimos el tiempo para que lo porvenir sea todavía posible.


Memorias del aparecer

Avión Kamikaze descendiendo, San Soleil


 REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

 

·         Ulm, H. (2021). Rituales de la percepción. Artes, técnicas y política. Libros UNA, Colección Enfoques

·         Benjamin, W. (1940). Tesis sobre la filosofía de la historia. En W. Benjamin, Iluminaciones (pp. 253–264). Taurus.

·         Bergson, H. (1896). Materia y memoria. Alianza Editorial.

·         Bergson, H. (1907). La evolución creadora. Alianza Editorial.

·         Deleuze, G. (1985/1987). La imagen-tiempo: Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós. (Obra original publicada en 1985).

·         Didi-Huberman, G. (2007). Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo Editora.

·         Nietzsche, F. (1874/2000). Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. En Consideraciones intempestivas II (pp. 59–120). Madrid: Alianza. (Obra original publicada en 1874).

·         Adorno, T. W. (1962). El ensayo como forma. En Notas de Literatura (Ed. 1962, trad. español). Frankfurt: Suhrkamp.

·         Benjamin, W. (1940/2008). Tesis sobre el concepto de historia. En Sobre el concepto de historia y otros ensayos (pp. 65–72). Madrid: Trotta. (Obra original publicada en 1940).

·         Bergson, H. (1896/2010). Materia y memoria: Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu. Madrid: Ediciones Akal. (Obra original publicada en 1896).

·         Mark, T. (2020, 22 de octubre). Sans Soleil: la supresión del signo. Revista Polvo. Recuperado de https://www.polvo.com.ar/2020/10/sans-soleil-mark/

·         Winship, J. (2012, 31 de agosto). Sans Soleil. Blog Sparks in Electric Jelly. Recuperado de http://sparksinelectricaljelly.blogspot.com/2012/08/sans-soleil.html


 

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