Una sinfonía de brutalidad y pensamiento. Sobre "La naranja mecánica", y lo que significa ser libres
- Santiago Oliva

- hace 3 días
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Por Santiago Oliva
Alex es un adolescente normal de Londres. Disfruta de la música, hace trabajos eventuales para ayudar a su familia y, todas las noches, se junta con su grupo de amigos para divertirse.
Pero la manera en que Alex se divierte es perturbadora. Sus compañeros forman parte de una pandilla, con quienes realizan los peores crímenes. Se juntan en bares a consumir alcohol hasta quedar adormecidos. Visitan callejones para drogarse y mutilar a vagabundos. Cuando amanece, Alex ya está en su casa. Les oculta a sus padres sus crímenes y, durante el día, se aprovecha sexualmente de gente mucho más joven que él.
A pesar de sus atrocidades, un día, Alex se tiene que enfrentar a sus delitos cuando es capturado por el Estado. Encarcelado, el joven busca alguna forma rápida de volver a la libertad. Una oportunidad que surge con un nuevo programa de reeducación que garantiza a los individuos ultraviolentos, convertirlos en ciudadanos dóciles y funcionales al sistema. Queriendo encontrar una salida fácil se incorpora al experimento. No obstante, lo que Alex tendrá que sacrificar para obtener su libertad, será tan doloroso e inhumano como los crímenes que ha cometido.

Anthony Burgess es uno de esos autores singulares en la historia de la literatura clásica. Existen escritores que publican un sinfín de novelas, cuentos o relatos y que, por alguna razón, no logran dar en la tecla: sus obras son leídas, pero no trascienden o no alcanzan más allá de determinados círculos de culto. También están aquellos que poseen una serie de textos tan exitosos que son recordados durante décadas, obras que superan el paso del tiempo y establecen las bases para futuros creadores. Esto gracias, en parte, al talento de los autores y, en otra parte, al tiempo en que fueron escritas las historias.
Y por último tenemos autores como Anthony Burgess. A pesar de contar con una producción abundante, con trabajos profundos y comprometidos, y con una vida tan cargada de experiencias que merecerían su propia novela, lo que trasciende de su nombre es siempre una obra en particular. Sin embargo, ese único título se vuelve tan emblemático, tan representativo de un pensamiento complejo, oscuro y fascinante, que resulta casi un orgullo haber condensado tantas virtudes en apenas un puñado de páginas.
La Naranja Mecánica es la obra más célebre de Burgess, una novela grotesca dividida en tres partes, pero, ante todo, un relato que despierta tanta intriga como repulsión.
El autor desarrolla esta historia con un recurso poco convencional para la época: la mirada de un protagonista despiadado. Mientras muchos escritores introducen al lector en sus mundos mediante personajes que explican el contexto y desglosan sus particularidades, Burgess crea a Alex, un delincuente sumergido en esa distopía, que no se molesta en aclarar nada. Habla en su propio dialecto y se dirige al lector como si ya compartiéramos su mundo, esperando que comprendamos de inmediato aquello a lo que se refiere.
Este toque de realismo dentro de la narración es maravilloso, ya que crea una dinámica interesante entre el lector y la obra. Empezamos a leer prestando atención a estas palabras extrañas y, por medio de la repetición y su asociación con el contexto, llegamos a comprender sus significados. Burgess consigue que su público se adentre en la labor de un detective mediante este recurso, generando una conexión más profunda. Aunque para algunos pueda resultar tedioso, contribuye a que sintamos que no solo avanzamos en la trama, sino también en la comprensión de cómo funcionan las dinámicas de esta Londres apocalíptica. Además, la novela incluye un glosario dedicado a este lenguaje que puede ser de gran utilidad para los lectores más curiosos.
Además de este particular dialecto, el autor aprovecha la figura de Alex para mostrar otros aspectos fundamentales de la obra. La narrativa se desarrolla en primera persona y en pasado, como si el delincuente relatara una serie de anécdotas que culminan en su encierro y en el experimento psicológico que constituye la trama principal del libro. En varias ocasiones se refiere a sí mismo como “su humilde narrador”.
En este relato, nos enfrentamos a episodios monstruosos que transgreden toda moral humana. Burgess no teme describir escenas de asesinato, tortura y violación perpetradas por los propios protagonistas. Y, además ejecutadas, con deleite. A diferencia de lo que ocurre en muchos otros títulos, donde el personaje principal suele ser un modelo de los ideales del autor, una víctima de la sociedad que le toca vivir o alguien que desconoce el mundo y aprende junto al lector, Anthony Burgess nos presenta aquí a un villano como figura central de la obra.
Incluso, a diferencia de cualquier antihéroe que comete sus crímenes con un objetivo concreto, Alex realiza estos actos monstruosos simplemente porque los disfruta. Los goza tanto que equipara el crujir de los huesos, el llanto de las mujeres y el sonido de la sangre al caer con los elementos de una sinfonía.

Aquí encontramos un punto muy interesante tanto del autor como del personaje. Anthony Burgess tenía un aprecio sin igual por la música —sobre todo por la música clásica— y llegó a componer numerosas piezas. Antes de ser escritor, quiso ser compositor. En una columna del New York Times, en 1970, expresó: “Me gustaría que la gente pensara en mí como un músico que escribe novelas, en lugar de un novelista que escribe música de forma paralela”. Este amor se refleja en el fervor fanático, casi religioso, que Alex siente por la Sinfonía n.º 9 de Ludwig van Beethoven. Nuestro protagonista se siente como un artista que pinta con sangre. No es una mente maestra del crimen, pero tampoco un tonto. Es un chico sumamente inteligente, capaz de apreciar los aspectos más simples de la vida con una profundidad inesperada.
Todo este sufrimiento puede generar en el lector una sensación de odio y rechazo al personaje. Nos repele, pero también nos fascina la libertad absoluta con la que se mueve. Libre en el sentido de que no se siente atado al sistema que contiene al resto de la sociedad. Durante su narración, constantemente cuenta cómo ve al resto (su padres, compañeros o vecinos) como ganado, seres que siguen las normas del Estado. Se les asigna un trabajo, una casa, un propósito y lo siguen sin cuestionar. Alex es un bicho raro en este aspecto, incluso para los de su especie, los delincuentes juveniles. No le gusta la música moderna, se viste extravagantemente e incluso en sus actos más crueles procura conservar cierta elegancia
A pesar de que aquí nos detenemos sobre los aspectos más morbosos de la obra, es justamente en ellos donde Anthony Burgess introduce una crítica a diversos lineamientos ideológicos y políticos. Por un lado, el Reino Unido de La Naranja Mecánica está controlado por un gobierno autoritario que busca dominar a la sociedad en todos sus aspectos, incluso en su pensamiento y en sus formas de sentir.
Sin revelar demasiado un punto crucial de la trama, en el experimento de reformación Alex pierde parte de su autonomía. Mediante la administración de drogas y el uso de pruebas psicológicas de asociación, las autoridades intentan “reformar” al criminal, intentando convertirlo en un sujeto sumiso pero completamente despojado de voluntad.
Además, esta idea de control social funciona apenas como una fachada estatal. Las fuerzas de seguridad son corruptas y, en ocasiones, están integradas por los mismos delincuentes que antes deambulaban por las calles. Los criminales, reformados o no, son abandonados a su suerte en las cárceles o en las ciudades si logran recuperar la libertad. Existen asistentes sociales, pero parecen más preocupados por encerrar a los jóvenes problemáticos que por ayudarlos realmente a encauzarse.
Todos estos elementos funcionan como paralelismos de la sociedad que Burgess observó durante la Segunda Guerra Mundial. Incluso, parte de la obra fue inspirada por un suceso acontecido en 1944, cuando la esposa del autor fue víctima de una violación sexual grupal cometida por cuatro soldados estadounidenses en las calles de Londres.
Por otro lado, si bien la crítica al poder hegemónico es clara, también se señala al contrapoder. Aquellas agrupaciones que son excesivamente permisivas con los grupos delictivos de la sociedad, en su afán por concebirlos como víctimas del sistema y de las circunstancias en las que están inscritos, terminan volviéndose vulnerables tanto para sí mismas como para el resto de la ciudadanía. Además, son capaces de manipular a quienes necesiten para alcanzar sus propios fines, sin diferenciarse demasiado de lo que el Estado intenta hacer con sus habitantes. La única diferencia es que, desde su perspectiva, lo hacen por una causa más justa… aunque recurren a los mismos métodos.
Ahora bien, toda esta exposición de brutalidad, crítica y reflexión social, ¿a dónde nos lleva? Un factor crucial para comprender la obra de Burgess es su énfasis en la libertad de elección. Es a través de un psicópata que el autor nos invita a cuestionar nuestra propia autonomía.
Para Burgess, la moralidad humana está tan impuesta como las leyes que organizan nuestra convivencia, aunque ambas resulten necesarias. Nos lleva a preguntarnos qué es aquello que seguimos y por qué lo hacemos. Nos insta a pensar en qué fundamentos se sostienen nuestras decisiones: si elegimos nuestros propios valores o si éstos han sido construidos por un aparato que busca mantener un orden conveniente para unos pocos. De allí proviene el título del libro: Una naranja mecánica, un organismo natural y vivo que se intenta moldear como si fuera parte de un engranaje de producción.
La Naranja Mecánica es un libro particular no solo por el estandarte que ha dejado en la sociedad —inspirando películas, otros libros y diversos géneros—, sino también porque pertenece a ese grupo de obras que no ofrecen una lectura unívoca. Incluso, cada lector puede encontrarse con un final distinto, ya que algunas ediciones omiten el capítulo final original escrito por Burgess.
A diferencia de muchos clásicos que permanecen en debate por sus similitudes con un presente concreto, la novela de Burgess destaca por su misterio. El autor desarrolla múltiples temáticas en profundidad, pero no busca guiar al lector ni dictar cómo debería ser o transformarse una sociedad.
Lo que sí hace es invitarnos a analizarnos: qué reprimimos, por qué lo hacemos y qué consideramos justo o adecuado. Y, sobre todo, nos cuestiona hasta qué punto somos realmente autónomos en nuestras elecciones.
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