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El Asombro de un Encuentro con un Milagroso“Viejo de Mierda” . Sobre "Lo Rápido que se nos fue"


 

Lo rápido que se nos fue es un unipersonal que no lo es. Es decir, se presenta, se vende a los confiados, se anuncia como otro unipersonal, a pesar de que hay dos figuras en escena, pero, como ocurre a menudo en la vida mundana, la mayoría de los diálogos son en realidad monólogos, (más a menudo los manidos “monólogos duales”) y, rara vez, como ocurre en esta obra, a veces el otro actor es un oyente profundo. Por eso es lamentable que, en Buenos Aires, una ciudad plagada de «unipersonales», esta experiencia tan especial, cálida y poco autocomplaciente sobre generaciones desvanecidas y alienadas y el choque con el futuro se promocione como otro monólogo de «mírame a mí y a mi virtuosismo». 



 

pH: Cortesía Prensa. Edit: Marina Amestoy.


 

El diálogo aquí se desenrosca entre un viejo taxista, interpretado por Sebastián Romero Monachesi, que ya no puede montar, y el joven bartender judío millenial, interpretado por Alejandro Russek, el paciente auditor. Monachesi también dialoga e interpela al público, siempre de forma divertidísima. Se desliza sin esfuerzo en la arrugada piel de un personaje y una personalidad casi geriátricos, como si el joven actor se hubiera enderezado las arterias y degradado a propósito su propia condición cardíaca, fumando diez puros baratos al día para meterse en el papel.  El personaje protagonista es una aparición muy típica en Buenos Aires, un hombre que deviene fantasma, un miembro de la generación mayor que ha sido abandonado, a causa de pecados sin lavar y del silencio, por sus crías que no quieren saber nada de él. Vemos el desamparo de un obrero desgastado y marchito (y sin embargo muy jocoso), un torpe encanecido que ya no ejecuta ninguna función “útil” y, por ende, ha sido descartado en una sociedad globalizada, tecnológica y políticamente correcta: un mundo nuevo y feliz que no mostrará ningún perdón a la persona que no sepa usar aplicaciones, que no sepa descargar o que quiera dar indicaciones a personas que están perfectamente conformes con usar su mapa de google, que prefiere hablar con un desconocido que pagar a un psicoterapeuta y que, cuando busca o ignora las actualizaciones sobre familiares desaparecidos en los periódicos no puede acostumbrarse al nuevo lenguaje inclusivo que ahora se utiliza para reportar estas investigaciones, por no hablar de cualquiera de las otras últimas e innumerables nuevas jergas o la monosílaba app. El conductor anhela calor y comunicación en un mundo que no le responde como un ordenador colgado con sistemas operativos obsoletos.  


 

La fuerza de esta obra confirma las ideas del dramaturgo estadounidense David Mamet sobre el teatro y el papel central que en él desempeña el pathos. Nuestro antihéroe es tan patético como cruelmente imperfecto. Viene de una época en la que el antisemitismo en Argentina formaba parte del aire que respiraban los hombres bautizados, recuerda la triste y solitaria despedida de un coetario que dijo, en expresiones a la vez crípticas y claras, que sabe qué hacer con si mismo ahora que lo ha perdido todo a manos de «esa gente, la que controla el mundo». Recuerda el intento fallido de salvar a otra persona, aún más imperfecta que él. Su desplazada búsqueda de redención continúa en el turbio bar de mala muerte. Cuando el camarero le revela que es judío, inmediatamente el viejo taxista empieza a asegurarle que no pasa nada, que no pretendía herir sensibilidades, como si presumiera que cualquier cosa que pudiera haber pensado sobre esta minoría, ubicua en Buenos Aires, traicionará telepáticamente sus transparentes prejuicios, que antes eran más convenientes a la hora de buscar a quién culpar de los propios fallos. Un defecto de la obra, si se aplicaran estrictas normas chejovianas, es que no nos enteramos de los secretos profundos del personaje del barman, sólo de que (más allá de ser un buen oyente) es un miembro típico de su generación millennial o gen z, que espera salir del país y experimentar la vida en el extranjero.


 


Este es, pues, el principal punto crítico: que en vez de una confrontación intergeneracional, se está produciendo una confesión intergeneracional un tanto unilateral, en la que el joven es muchísimo más autosuficiente y pacífico que su mayor, a pesar de que no se trata de una generación z carente de explosividad. La confrontación intergeneracional sería más teatral, al menos tradicionalmente hablando, pero el género unipersonal se limita a los actos de confesión.

Quienquiera que visita Buenos Aires se ha topado con el demoníaco taxista con complejo homérico, que imparablemente debe relatar su cosmovisión reaccionaria, la paranoia de la radio hablada en los atascos. Y todo pasante por Buenos Aires se ha topado también con el fenómeno del “viejo de mierda,” tan necesitado que uno no lo soporta. Monachesi es un joven actor que, si sigue por este camino, podría muy bien demostrar que pertenece a esa raza de actores diabólicos como Christian Bayle, quien, en la película biográfica Vice sobre Dick Cheney, consiguió que el público de progresistas hollywoodenses llorara en concierto por Cheney, el mismo republicano al que llamaban Darth Vader


 

Monachesi nos atrapa con el viejo fulano del que normalmente tratamos desesperadamente de escapar, nos clava en el banquillo y, al final de la velada, le queremos, le amamos, en una especie de “síndrome de Estocolmo bonaerense”, a ese viejo de mierda cuyos propios hijos ni siquiera descargan sus vocecillas dejadas como gotas de paloma en las pantallas de los teléfonos de whatsapp el día de Navidad.



 

En todos los bares y cafés, en todas las avenidas de Buenos Aires y en todos los monobloques de departamentos de hormigón sin corazón ni rostro se encuentra al menos una persona así, que opina con una suerte de poética vulgar urbana sobre los asuntos del mundo. Los visitantes extranjeros que vienen a vivir a Buenos Aires a menudo se escandalizan, porque llegaron con la expectativa de encontrar una cultura con valores derivados de esas raíces italianas importadas, sociedades en las que los jóvenes no se cansan de sus abuelos y hay menos fragmentación y atomización social y donde las cortezas de pizza son finísimas como en Roma. En cambio, se encuentran con una ciudad en la que, aunque los espacios públicos son impresionantes, la gente funciona en redes, esferas y subculturas muy cerradas, y muchos ancianos, sobre todo los que criaron a sus hijos durante la dictadura, viven una existencia fantasmal, habitan los olvidos. 



 

Buenos Aires. Edit: Marina Amestoy.


 

El personaje de Romaneschi, que se parece a Gepetto de Pinocho pero ebrio y que canta canciones de Elvis, también comparte este choque cultural generacional que los teóricos de la cultura de los años sesenta en Estados Unidos denominaron «choque futuro». Le ruega al personaje de Russek que le mienta mientras le describe su «día a día», que le miente diciéndole que no va a una cita de Tinder, sino a visitar a su cálida y extensa familia, que le diga que no todas las relaciones son transaccionales, que los hermanos del chico no están repartidos por países de habla inglesa y Alemania, que la globalización no ha revuelto la sociedad, que una mujer es una mujer y un hombre sigue siendo un hombre y que la muerte aún está lejos. El barman sólo puede escuchar.

Que esta obra sea una comedia negra, confirma lo que se ha dicho sobre la comedia desde los tiempos de Aristófanes: que la comedia y lo grotesco constituyen el más difícil de los géneros, más eficazmente trágico que las tragedias deliberadas. 



 

Lo rápido que se nos fue. Autor: Sebastián Romero Monachesi.

Dirección: Juan Pablo Basovih.

Actores: Sebastián Romero Monachesi.

Con la participación especial de: Alejandro Russek.

Música: Elvis Presley.

La obra se presentó en el (acertadamente apellido) : Teatro El Grito (Costa Rica 5459, CABA), en marzo. 




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