No se calla lo que arde: sobre “Ópera Periférica: Oratorio de Guerra” del Ciclo 12/24
- Evelin Bottani.

- 18 jul
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Actualizado: 22 jul
-Por Evelin Bottani
Es miércoles 18 de junio, y en mi país —particularmente en la ciudad que me aloja hoy— el clima está movilizado. Hace varios días que la proscripción de una de las referentes políticas más significativas de los últimos veinte años tiene a gran parte de la población (incluyéndome) inquieta y con el cuerpo en tensión. Marcho. Me muevo hacia una plaza plagada de compañerxs. La sensación de comunidad me abraza, y por un rato puedo recuperar la esperanza de que todo va a estar mejor, si resistimos. Pero la movilización se diluye, y la rutina exige seguir cumpliendo con varias tareas aún. No suelo, en mis devoluciones sobre las obras que veo, hablar de otra cosa que no sea lo que sucede en escena. Pero esta vez, no puedo desligarme de la coyuntura. Después de una tarde de agitación colectiva, la obra que vi no me calmó: me redobló la conmoción.
¿Para qué sirve el arte en contextos como este? me pregunto mientras se apagan las luces. No es la primera vez que me lo pregunto. No va a ser la última. Pienso en Buchbinder y Matoso (2013), quienes escriben: “El hombre nunca acaba de nacer y sus condiciones de existencia lo modifican al tiempo que ejercen una influencia sobre los demás (...). Nuestras sociedades sometidas a un reciclaje permanente exigen de sus miembros el incesante reajuste de sus implicaciones, de sus valores, sus relaciones con los demás y el mundo” (p. 14). Me acuerdo de esa frase cuando se alzan las luces y empieza Ópera Periférica: Oratorio de Guerra.

En escena, la orquesta está lista. Una mesa con equipos de sonido completa la imagen. Tres actrices emergen desde la platea, y una voz se alza desde el fondo: hay cadáveres. El relato impostado de Maiamar Abrodos nos acerca un texto poético y confuso, que abre las puertas de lo que, en pocos minutos, será un gran caos. Ese desorden metaforiza esta realidad que nos envuelve.
Oratorio de Guerra, como su nombre anticipa, es una explosión intensa de exploración artística. Una ebullición que denota dolor, pero también resistencia. Nos lanza en la cara la vulnerabilidad y la crudeza de cuerpos que hoy sufren el ataque de un sistema violento, opresor e intolerante ante lo distinto.
La obra se estructura en trece bloques que se encadenan sin aviso, como réplicas sísmicas. Cada bloque es un universo: poesía, danza, confesión, humor negro. Hay bloques casi minimalistas, con apenas un gesto en el aire. Otros donde los cuerpos atraviesan el espacio con movimientos que oscilan entre saltos explosivos y desplomes exhaustos.
Los intérpretes atraviesan la sala desdibujando sus bordes. El espacio se vuelve móvil. La obra avanza con intensidad, sin prometer consuelo. En ese trayecto áspero, pienso si no será esa incomodidad lo que nos mantiene despiertos.
La dirección de Gerardo Cardozo se percibe en el modo en que ese caos nunca pierde su eje. Porque nada en esta obra es completamente azaroso, aunque lo aparente. Arma la obra como una partitura secreta. Permite que los cuerpos se expandan introduciendo silencios que marcan un límite. En esos límites, el caos se transforma en lenguaje, y el desborde se vuelve significado. Esa tensión es clave: no se trata solo de desorden, sino de revelar en el desorden un pulso político. Así, el director expone en forma de denuncia lo que quiebra a los cuerpos dentro y fuera de escena.
El caos se manifiesta en la superposición de lenguajes. Sin embargo, la estructura surge cuando, de pronto, todo se detiene: un silencio absoluto, una luz puntual sobre un único rostro, una orquesta que calla dejando al coro en un murmullo casi religioso. Son esos momentos los que demuestran que el caos es otra forma de arquitectura.
En la escena contemporánea, el caos se ha convertido en un gesto político. Muchos espectáculos hoy exploran esa estética para exponer la violencia y la precariedad del mundo. Cardozo también trabaja con esos materiales, pero, a diferencia de otros directores contemporáneos, él necesita volver siempre a un orden mínimo, a una gramática secreta que sostenga el desborde.
Y quizás sea esa tensión —entre el caos y su contención— lo que vuelve a la obra tan intensa. Porque lo vulnerable se vuelve forma. Y lo excesivo, ritmo.
La voz de Maiamar Abrodos reaparece, esta vez describiendo escenas de guerra. Mientras ella habla, Ariel Osiris desciende por la escalera derecha del público lanzando gritos. Su cuerpo parece desarmarse en fragmentos eléctricos. Del otro lado, bajan Las Lloronas —Natalia Di Cienzo, Florencia Bergallo y Victoria Roland— que responden con risas burlonas. En el escenario, la orquesta toca una sinfonía suave, casi infantil, como si relatara una caricatura. Todo vibra entre dolor y burla, como si la obra nos dijera: la guerra también es espectáculo.
La música, ejecutada en vivo, se mueve entre lo coral y lo experimental. Hay pasajes donde es puro estruendo. Una mezcla en la que sonidos secos y respiraciones amplificadas parecen raspar el oído. Y otros en que la orquesta y el coro construyen melodías tan puras y delicadas, que parecen abrir una grieta luminosa en medio de la noche. Esos cambios radicales son, para mí, una de las decisiones más potentes de la obra.

Como en el bloque donde el trío performático protagonizado por Las Guerreras —Jorge Thefs, Nube, Elizabeth Débora Dominguez— interpreta una canción sobre cómo ahora todo se mide solo en términos de valor económico. Apenas termina, las luces sobre ellxs se apagan, y el coro, dispuesto en fila sobre la escalera derecha, entona con la orquesta frases como “dolarizar, bancarizar, recortar.” La misma denuncia, pero ahora convertida en misa solemne. Una letanía neoliberal donde el lenguaje económico se vuelve casi religioso.
Esa mutación —de lo cómico al canto litúrgico— revela cómo la obra no solo refleja el contexto político, sino que lo satiriza y lo devuelve amplificado. La música se vuelve discurso; el coro, manifiesto. El arte, aquí, no es apenas un espejo: es una intervención.
En otro bloque, El Piyi y Gracia Fernández (músicos de la electrónica en vivo) invitan a dos percusionistas a una jam sobre el escenario. Comienza una improvisación techno salpicada de percusiones latinas. En medio de esa vibración aparece un performer. Improvisa movimientos espasmódicos con su buzo, como si fuera un gaucho fuera de sí. Zapatea con fuerza y retuerce su cuerpo hasta despojarse de la ropa. Hasta que sus gestos se transforman en la interpretación de un “loco”: alguien sacudido por un ritmo interior imposible de calmar.
Cuando la música se apaga, el performer sigue solo. Termina desplomado sobre el piso, leyendo un poema doloroso sobre el vacío. Su voz se quiebra. Y pienso que, aunque me aleje de la literalidad, lo que está en juego ahí es lo mismo que estaba en la plaza esa tarde: la fragilidad de un cuerpo ante un sistema que lo expulsa.

No todo me conmueve de la misma forma. Hubo momentos en que la multiplicidad de estímulos me resultó excesiva. Pasajes en que tanto caos se volvió ruido, y el hilo emocional se perdió. Pero incluso en esos baches, algo ardía. Podría seguir enumerando los aciertos de este fragmento único que presencié. Pero todo eso es parte de una retórica sensible y política que explica por qué la obra me interpeló hasta los huesos y completó la sacudida que ya venía trayendo ese día.
Salí de la sala reflexiva. Me pregunté si escribir sobre arte en un país en crisis es un lujo o una forma de resistencia. Me lo sigo preguntando mientras escribo estas líneas. Porque hay obras que no buscan ser comprendidas, ni regodearse en la confusión. Oratorio de Guerra es un grito. Un golpe seco. Una forma de recordarnos que, mientras afuera todo se desmorone, siempre habrá cuerpos dispuestos a seguir hablando.
Oradorxs: Pancho Casas Silva- Georgina Orellano – Juan Sola- Liliana Viola- Luki la puti y oradorx invitadx Guerreras: Nube – Jorge Thefs – Ely DD Lloronas: Patricia Villanova – Ariel Osiris –
Luz Matas – Natalia Di Cienzo- Florencia Bergallo- Vico Roland Artista invitada: Maiamar Abrodos
Músico invitado: Evar Cativiela Performer invitado: Juan Onofri Ensamble vocal: Silvina Suarez – Pablo Foladori – Miguel Ángel Perez Lautaro Chaparro – Luz Mattas – Patricia Villanova – Carolina Bejar Sofía Drever – Annanda Samarine – Elisa Calvo Música y producción para guerreras: Kuo Interpretes en vivo: Piyi – Gracia Fernández Remix: Franco D´Percusión: Remisería Temperley
Video: Martín Aletta – Florencia Zunana Asistencia: Leni Diseño y dirección de Iluminación: Marlon Ze Ensamble instrumental: Flautas: Lucila Crosman/Gustavo Giménez/ Marina Ríos Oboe: Victoria Amerio Clarinetes: Roxana Mombelli/ Carlos Alarcón Ecos Fagot: Claudia Pintado Saxos: Carolina Cervetto/Pablo Fernández Cornos: Sandra Gounard/Sebastián Villalba Violines: Belen Reggiani/Daniely Suárez Lacruz Violas: Iván Pintos/Waldemar Garin Cellos: Carolina Spasiano/Guido Gonzalez Percusión: Martín Vijnovic Dirección de ensamble vocal e Mariana Ferrer
Composición musical para coro y Guillermo Vega Fischer Dirección de escena y coordinación: Gerardo Cardozo Dirección general y dirección de producción: Pablo Foladori
Prensa Doce Veinticuatro – 6º Edición: Prensópolis
Duración: 90 minutos
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